miércoles, 26 de febrero de 2014

¿Quién te crees que eres, animal?


¿Eres un animal que todo lo haces por afán de sobrevivir y reproducirte (¡siempre pensando en lo mismo!)? ¿No es eso la gente? ¿No es cierto que vive para trabajar para vivir y para tener hijitos que hagan lo mismo, como las abejas o las ovejas? ... Bueno, también para triunfar y tener poder, claro, como pasa en cualquier manada de monos. Decía alguien (y esto va por los machos) que la vida es, en el fondo, no más que una lucha por la hembra. Decía otro (y esto va por las hembras) que una mujer no se realiza del todo si no atiende la ancestral llamada de su instinto maternal. ¿Es que acaso no es así?

Bueno, hay que reconocer que los animales humanos hacen otras cosas muy raras: cultivan la tierra, fabrican tractores e inodoros, mandan a sus crías a la universidad, mueren por defender a su patria, y adoran ídolos de madera durante la Semana Santa (Y el colmo de la rareza: !Les da por discutir sobre todo esto en blogs como este!...). Si que es raro, sí. Pero hay que reconocer que algunos animalitos también fabrican sus utensilios (como esos chimpancés tan monos que convierten ramitas de árbol en cañas de pescar termitas), y que educan a sus criaturas (para que sean buenos cazadores), y que luchan y mueren por defender su patria (quiero decir su territorio), y que... Bueno lo de la religión y la filosofía, no sé, quizás todavía no hablan de esas cosas, pero hablar sí que hablan, con su propio lenguaje, y hasta cantan, como nosotros, cuando no tienen nada mejor que hacer. Si no escuchad...


Solemos pensar que sólo nosotros somos buenos o malos, que sólo nosotros tenemos "moral". Pero todo el mundo sabe que las gacelas y bichos así (así de sociales, como nosotros) se sacrifican generosamente por la manada cuando es menester: viene el león, y las gacelas más viejas parece que se dejan comer para que huyan las más jóvenes. ¿No es para ponerles un monumento o el nombre de una calle?.. Hombre, es verdad que no son libres para elegir si lo hacen o no. ¿Pero acaso nosotros lo somos? ¿Quién duda que seamos mecanismos biológicos producto de la evolución natural y, como tal, obligados a comportarnos tal y como lo hacemos? Simplemente, no nos damos cuenta de esto, y creemos (ingenuamente) que somos libres...



Y en el colmo de la soberbia más antropocéntrica decimos que sólo nosotros pensamos y tenemos consciencia. ¿Habrase visto? ¿Es que un pobre caballo no calcula y compara la altura de la cerca que ha de saltar antes de hacerlo? ¿Por qué se para, si no, ante las que cree que no puede saltar? ¿No tiene, entonces, el caballo consciencia de su cuerpo y de sus fuerzas?...

Así que: somos animales, todo lo complicados que queráis, pero animales. Somos un cuerpo con un cerebro hipertrofiado cuya principal función es informarnos, a través de las sensaciones, de cómo es el mundo al que tenemos que adaptarnos. Y lo que nos va, como a todo animal, es vivir. Y alimentarnos, y juguetear, y poseer todos los recursos posibles compitiendo por ellos, y ser los más fuertes. Y, antes de acabar, entregarnos a la placentera tarea de reproducirnos (eso que los cursis llaman amor, cuando quieren decir sexo)... ¿O no?



¿Qué dices? ¿No estás de acuerdo? ¿Hay algo en tí que no obedezca en el fondo a los mismos mecanismos y leyes biológicas que dirigen la conducta de los monos o los abejorros? ¿Eres un animal o no? ¿Qué puedes hacer que no pueda llegar a hacerlo un bicho (aunque sea en un grado mínimo)? Piénsalo.

miércoles, 19 de febrero de 2014

Razones para creer en el "más allá". El trascendentalismo.


Para muchos cavernícolas no hay otra realidad que esta que ven (o que creen que ven, o que creen que creen que ven, o...). Se trata del misterioso "más acá". Los que creen tamaña cosa (prácticamente todo el mundo, científicos y buena parte de los filósofos incluidos) afirman que la realidad consiste en el conjunto de las cosas y procesos físicos y psíquicos observables (si es que los psíquicos no son también eventos físicos reducibles, todos ellos, al funcionamiento del cerebro). No hay más que eso: el universo. La caverna del mundo que observamos (y la caverna interior, la de la mente, si es que no son una y la misma). Ahora bien: ¿Será esto cierto? ¿Cómo no ha de serlo? Pensemos. 

Supongamos que existen las cosas del "más acá". Todas ellas están en el espacio y el tiempo (esa es la definición de "más acá": lo que está en algún aquí y ocurre durante algún ahora). Ahora bien: para que estas cosas (o procesos, o eventos, o lo que sea) sean cosas (o procesos, eventos, o lo que sea) han de poseer cierta unidad e identidad. Es lógico. Han de ser una cosa (sean la que sean: una lombriz, un girasol, un átomo), y han de ser idénticas a sí mismas, e identificables como tales, como lo que son. ¿Quién se atrevería a discutir esto? Pero es ahora cuando aparecen los problemas. 


Para poder ser lo que son (para tener unidad e identidad) las cosas necesitan un cierto límite (digamos, espacial) y una cierta permanencia o constancia en el tiempo. Necesitan, por decirlo así, de una especie de "estructura" que resalte su identidad sobre el espacio y que resista durante un cierto tiempo al paso del tiempo. Y ahora viene lo más extraño. Dado que esta "estructura" (o "esencia", o "forma" como dicen a veces los filósofos) ha de DISTINGUIR a la cosa del espacio y el tiempo, dicha estructura ha de ser ella misma DISTINTA del espacio y el tiempo, es decir: incorpórea e intemporal. Pensad que si esta estructura fuese ella misma espacio temporal, necesitaría tanto como las cosas de algo (otra estructura) que las delimitase y fijase en el espacio y el tiempo. Y así una y otra vez, hasta el infinito...


Atención, pregunta: ¿En qué consiste esta estrafalaria “cosa” (estructura, esencia, forma...) ajena al espacio y al tiempo? ¿Dónde está? ¿En qué sentido ocurre? Fijaos que no puede estar en ningún sitio (pues carece de espacio), ni puede ocurrir en ningún momento (pues carece de tiempo)… ¿Entonces?...

Algunos filósofos han pretendido demostrar que esta extraña “estructura” no es más que una suerte de “regularidad” en el comportamiento de las cosas físicas. Pero una “regularidad” consiste en una misma manera de suceder de algo, y esa misma manera, ¿qué es sino un “patrón” o estructura sobresaliente al tiempo y destacable en el espacio?.. Otros han querido pensar que tales estructuras no son sino conceptos producidos por la mente. ¿Pero como la mente, que es un conjunto de procesos temporales, podría crear algo tan diferente de sí misma –es decir: algo tan absolutamente carente de temporalidad— como son estas extrañas  "estructuras"? Imposible. Esto ha conducido a otros tantos filósofos a reconocer que EXISTE EL “MÁS ALLÁ”, es decir, que esas “estructuras” (esencias, formas, Ideas...) existen más allá de las realidades espacio temporales. Y que tales formas son las que prestan identidad al resto de las cosas, y también las que permiten conocerlas (formalizarlas con conceptos, describirlas mediante leyes y fórmulas)… Y que incluso si no existieran cosas físicas o psíquicas a las que dar estructura o forma, dichas estructuras (esencias, formas o ideas) continuarían existiendo igual, en ese más allá al que pertenecen (Pues: ¿cómo podría afectarle que el mundo del "más acá" existiera o dejara de existir?). ¿Raro, eh? ¿Pero podemos reprochar algo a todos estos argumentos?



A estos filósofos, por cierto, que admiten la realidad independiente de estas estructuras o formas, podemos denominarlos, en general, trascendentalistas, pues trascendente es la condición de todo aquello que no pertenece al dominio del espacio y el tiempo.

lunes, 17 de febrero de 2014

¿Existen los milagros? El emergentismo.


Érase una vez, cuando aún no existía ningún cuando y en algún lugar que no estaba en ningún sitio, había un punto y un instante de pura (?) ENERGÍA al que le dio por expandirse (¡Así: bang!). En cuanto comenzó esa expansión pasaron cosas aún más extrañas. Por ejemplo, esa energía adoptó en seguida distintas FORMAS y fueron apareciendo, así, las "cosas materiales" (partículas, átomos, galaxias, planetas...). A la vez, esas cosas se relacionaban entre sí de distintas FORMAS (se atraían o repelían según distintas fuerzas: la gravitatoria, la nuclear, la electromagnética...). Pero, al mismo tiempo, todo esto que os cuento siempre ocurría de la misma FORMA, es decir, según regularidades o leyes físico-matemáticas, estables y omnipresentes (las leyes de la naturaleza)... Vamos, que de lo que era un principio único -la energía- surgió lo múltiple -cosas, fuerzas, leyes-. O, en otro sentido, que dónde sólo había energía (algo "indefinido") al instante surgió la forma: la forma de las cosas, la forma en que estas se relacionaban (las fuerzas) y la forma o estructura que regulaba su comportamiento -las leyes-. ¿Raro, eh?...

Pero no acaba aquí la historia. Hasta entonces todo era materia inorgánica (no viva). Pero de pronto ocurrió algo increíble. En alguno de esos planetas algunos trozos de materia se volvieron tan complicados que dieron lugar a algo nuevo e impredecible: ¡la vida!...Es decir: que de la forma o estructura de la materia inorgánica brotó una forma nueva de organizarse esta misma materia, una forma con propiedades nuevas: la autorregulación, la autorreproducción, etc.; esto es: la materia ¡cobró vida!... ¿No es como un milagro?  

Y el cuento sigue. Estos seres vivos, al principio muy simples, dieron lugar, con el correr del tiempo y la evolución, a animales sociales con cerebros tan complejos como para ser capaces de generar sistemas simbólicos (lenguajes) y contar cuentos (perdón, teorías y saberes) como el que os acabo de contar muy resumidamente... Es decir, surgieron esas estructuras o formas tan complejas de organizar la información que son las representaciones mentales (ideas, pensamientos...) y, a partir de ellas, las estructuras simbólicas que llamamos teorías (matemáticas, físicas, filosóficas, etc.), teorías que, a su vez, pretenden reflejar la forma de comportarse de la realidad...Más raro todavía, ¿no?...

¿Os ha gustado el cuento? Os lo resumo: al principio eran la energía y la materia (con sus fuerzas y sus leyes); de allí surgió la vida; y de la vida surgieron el cerebro, el lenguaje, la cultura; y de allí las ideas, saberes y teorías con las que explicamos todo el proceso... O lo que es lo mismo: al principio era la energía (una sola realidad), pero de ella fueron surgiendo, gradualmente, realidades distintas en función de la forma, cada vez más compleja, que fue adoptando esta energía... ¡¿No es extraordinario?!.. Estas cosas nuevas, además, tenían propiedades nuevas. La energía era pura extensión en movimiento; pero la forma de las cosas o las fuerzas, y no digamos de las leyes, eran algo mucho más inextenso y estable (las leyes no cambian ni se mueven, no tienen extensión espacial; las fuerzas de la naturaleza son, también, siempre las mismas, y bastante invisibles; y la forma o estructura que presta identidad a las cosas parece bastante difícil de concebir como algo variable o corpóreo)... ¿Y qué decir de los seres vivos? Estos cuentan con una forma de ser mucho más compleja, que les hace ser idénticos a sí mismos a la vez que cambian para adaptarse a las transformaciones del medio... ¿Y los pensamientos y otras representaciones mentales? Estos no solo tienen una forma estable (que los distingue unos de otros), sino también una existencia aparentemente inmaterial, de forma similar a las teorías, es decir, a las cosas que decimos, que son también increíblemente incorpóreas e invisibles... 

Por cierto, a esta teoría se la conoce como EMERGENTISMO. Sostiene que a partir de cierto grado de complejidad en la relación entre cosas de un determinado tipo pueden “emerger” cosas de otro tipo distinto (con otra forma) y con propiedades distintas. Así, de la relación compleja entre cosas materiales emergen los seres vivos; y de la relación entre seres vivos y entre neuronas emergen las representaciones mentales y las propias teorías científicas, matemáticas, etc... ¿Fuerte, eh? (Parece como lo de convertir el agua en vino, pero ¡a lo grande!)...

El emergentismo es una teoría ontológica complicada. Es inmanentista, por que afirma que todo, en el fondo (o en el origen), arranca de una realidad de carácter espacio temporal (extensa, cambiante), como es la energía, o la materia. Pero, a la vez, admite la existencia de otro tipo de realidad, no estrictamente material, sino formal, con características muy diferentes a la de la materia (inextensa, incorpórea, invariable en el tiempo). Pero eso sí, estas realidades formales --afirma-- EMERGEN de la materia, aunque sean DIFERENTES de ella. Por eso decimos que, en cierto modo, el emergentismo es una teoría DUALISTA (existen dos tipos de realidad en la Realidad), aunque no de un dualismo "simétrico": la realidad fundamental (de "donde" emerge la "otra") es la materia, lo inmanente, lo espacio temporal... 


¿Os convence el emergentismo? Intentad responder estas preguntas:
1. Dejando aparte el delicado asunto de cómo de un sola sustancia (energía) surgen tantas cosas y fuerzas distintas (o de cómo o por qué esa energía comienza a expandirse): ¿Podríais explicar cómo de lo que no está vivo (la materia) surge lo vivo? ¿O cómo de lo concreto y temporal (como un cerebro) emerge la idea (nada concreta ni temporal) del teorema de Pitágoras?
2. Si las teorías matemáticas o físicas surgen al final del proceso: ¿querrá eso decir que al principio la realidad carecía de propiedades matemáticas o leyes físicas? Antes de que apareciera Pitágoras: ¿no existía una cierta relación racional entre los lados de ciertos triángulos? ¿No había leyes físicas y matemáticas determinando el comportamiento de la naturaleza? ¿O es, sencillamente, que tales leyes aún no se habían descubierto?
3. Si la teoría emergentista fuese cierta, la física y la química serían el fundamento de la biología, la biología el fundamento de la sociología, la neurología y la psicología; y todas estas ciencias serían a su vez el fundamento de la matemática y la lógica? ¿Puede esto ser lógicamente cierto?

4. Es, en general, admisible (desde un punto de vista lógico) suponer que la Realidad contiene dos tipos diferentes de realidad. Y, de otro lado, si estas dos realidades (la materia y la forma, los hechos y las leyes, los cuerpos y las mentes, los objetos y las teorías...) fueran realmente diferentes, ¿podrían relacionarse de alguna manera, tal como parece que se relacionan? 

miércoles, 12 de febrero de 2014

Pienso, luego todo existe (cómo dejar de ser idealista sin dejar de existir)



Ya sabéis la vieja verdad cartesiana. Pienso, luego existo (lo que existe es mi mente pensante, claro, que es lo que más claramente soy yo). Esta verdad es indudable (si lo dudo ya estoy pensando, luego existiendo), por eso es verdad. ¿Pero es lo único indudable y verdadero? De ninguna manera.

En primer lugar, si pienso es que pienso algo (esto es igualmente indudable: si dudo que piense en algo es que estoy pensando en eso) ¿Pero en qué pienso? Supongamos que pienso en mi pensamiento (¿qué voy a hacer, si no existe nada más?) Esta suposición ya presupone una inevitable distinción en mi mente o pensamiento, la que hay entre el pensar y lo pensado. ¿Pero qué puede hacer esta distinción en mi mente? ¿Puede el pensamiento distinguirse de sí mismo? Sólo si hay otra cosa que no sea pensamiento.

Pero además, supongamos que no existiera más que mi pensamiento o mente pensante. ¿Qué distinguiría un pensamiento verdadero de otro falso?  Nada. Ningún pensamiento sería verdadero ni falso. Pues, ¿con qué contrastaríamos lo que pensamos si nada hay más que nuestro pensar? Si pienso que todo es pensamiento, eso será verdadero (pues no existe más que mi pensar). Pero si pienso que no pienso, también será verdadero (es lo que pienso). A no ser, en este último caso, que existan leyes lógicas según las cuales mi último pensamiento fuera contradictorio. Pero, en ese caso: ¿no habría algo más que mi pensamiento: las leyes de la lógica? Claro que alguien podría decir que la lógica es un invento de mi pensamiento. Pero, en ese caso, ¿cómo puede mi pensamiento, por sí solo, crear una cosa distinta de él? (Eso parece tan difícil como que el agua, por ejemplo, cree por sí misma los peces, o las leyes hidraúlicas). Además, las leyes lógicas parecen invariables en el tiempo, mientras que el pensamiento parece algo puramente temporal. ¿Podría ser que algo temporal crease algo intemporal?

Aplíquese este argumento al resto de las facultades mentales (la voluntad, los sentimientos...), si es que hay otras además del pensamiento (cosa que un idealismo consecuente no podría demostrar -pues, de nuevo, qué distingue unas facultades de otra en la mente, ¿la propia mente se distingue de sí misma?-). ¿Por qué habría de querer o sentir cosas distintas? ¿Por qué habría de experimentar frustración alguna de mis deseos, si todo lo que existiera fuera yo, es decir, mi mente? El mundo sería exactamente igual a mis deseos, lo cual no parece cierto, ¿no?... Alguien podría decir que en mi mente hay una parte inconsciente que no controlo y que hace que el mundo (el que crea mi mente) no sea como yo quiero (tal como ocurre en lo sueños). Pero, en ese caso: ¿qué distingue en mi mente lo consciente de lo inconsciente? De nuevo: ¿La mente se divide a sí misma? ¿Cómo?...

Así que, si pienso, existo; cierto. Pero si lo pienso más (insisto) existe también la lógica (¿Cómo iba a engañarme, sin ella, ningún genio maligno --o es que es posible mentir sin lógica--?). Y también el mundo (¿O por que otro motivo no ocurre todo lo que me gustaría que ocurriera?). Y, sobre todas las cosas, Dios. ¿O es que no duda mi mente? Y si duda, sin duda que es imperfecta. Pero ¿qué sería de lo imperfecto sin lo Perfecto? Nada. Pero resulta que nada de nada: todo existe (yo, la lógica, el mundo, Dios). ¿O no?


viernes, 7 de febrero de 2014

El idealismo. ¿Es el mundo una creación de mi mente?


El idealismo es la idea de que toda realidad es, antes de nada, una idea en mi mente. Uno puede pensar ingenuamente que el mundo se refleja tal cual es en su mente, como si esta fuera un espejo. O puede ser un poco más crítico y darse cuenta de que el mundo que vemos y pensamos es antes una visión o pensamiento que un mundo. La filosofía idealista arranca de la sospecha de que la mente (esa compleja máquina con la que vemos y pensamos) modifica la realidad al captarla o comprenderla, de manera que siempre conocemos el mundo con la forma que le da la mente al conocerlo. Conocer sería entonces, no captar el mundo tal como es (¿quién podría hacer esto?), sino un modo adecuado de producir ideas (imágenes, pensamientos) a partir de los estímulos que nos llegan del entorno, o incluso a partir de la propia mente, como si toda realidad y certeza brotaran de ella y solo de ella. 


El gran filósofo Descartes, padre del idealismo moderno, sospechaba que todo lo que veía y pensaba podría ser un sueño o una creación de la mente y, por tanto, que lo único que existía con todas las garantías era la mente, la suya. Puedo pensar que nada de lo que veo o pienso existe de verdad (decía), pero al menos mi pensamiento sí que existe (porque no puedo pensar que no exista sin estar pensando). De ahí su famosa frase: "pienso, luego yo (mi mente) existo".  Esto es el idealismo: toda realidad y certeza es, antes que nada, la realidad y la certeza de la propia mente. ¿Y el resto? ¡Dios lo sabe!... 

La noche boca arriba. Un cuento de Julio Cortazar.

Tal como prometí, os dejo este cuento del genial escritor argentino Julio Cortazar (1914-1984), publicado en 1956, en su libro Final del juego. Espero que os guste.





La noche boca arriba



A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde, y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él —porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre— montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.
Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pié y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.
Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla, y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. «Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado...» Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.
La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. «Natural», dijo él. «Como que me la ligué encima...» Los dos rieron, y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.
Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaron la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.
Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.
Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. «Huele a guerra», pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor de la guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada horrible del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.
—Se va a caer de la cama —dijo el enfermo de al lado—. No brinque tanto, amigazo.
Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.
Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trocito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no le iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.
Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. «La calzada», pensó. «Me salí de la calzada.» Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como el escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y al la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada mas allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en los muchos prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.
Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces, los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.
—Es la fiebre —dijo el de la cama de al lado—. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.
Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin ese acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.
Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el suelo, en un piso de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.
Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y tuvo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara frente él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.
Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de humo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque otra vez estaba inmóvil en al cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía la muerte, y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.



¿Qué os ha parecido? Si queréis seguir leyendo sobre este tópico filosófico de la realidad y el sueño, también os recomiendo la novelita corta (y fascinante) La invención de Morel , de Adolfo Bioy Casares.

miércoles, 5 de febrero de 2014

Todo es nada. Esa es la falsedad más verdadera.


“NADA ES REAL”. A esta extraña tesis se le llama NIHILISMO ONTOLÓGICO, y es la tesis a la que necesariamente parece conducir el materialismo extremo.

Si como afirma el materialista, TODA realidad fuera espacio temporal, es decir, una especie de extensión o cuerpo constantemente cambiando en el tiempo, ¿qué cosa sería esta realidad? NINGUNA. Un espacio sin forma alguna (¿qué daría forma al espacio si todo es espacial?) y continuamente cambiante (¿qué daría estabilidad a lo cambiante si todo está cambiando?) no sería sino una especie de sopa infinita (sin forma) y permanentemente hirviendo (sin estabilidad ninguna). ¿Qué realidad podría ser esta? NINGUNA. Sería puro caos. Ni siquiera sería una "sopa hirviente", pues esto ya supone forma (la forma de sopa) y estabilidad (esa sopa sería siempre sopa, de manera invariable). Es decir, que en este estado ni siquiera podríamos asegurar que existen el espacio y el tiempo (¿pues qué forma tendría el espacio? ¿qué cosa estable sería el tiempo si todo fuera temporal y cambiante?).

Así que no habría NADA. Ni siquiera espacio y tiempo. Esto es NIHILISMO (ONTOLÓGICO). Y caso de haber algo, ¿cómo lo conoceríamos? Imposible, dado que carecería de toda forma e identidad estable. “NO PODRÍAMOS CONOCER NADA”. A esta no menos extraña tesis se la conoce como ESCEPTICISMO RADICAL.

El materialismo extremo conduce, pues, al nihilismo ontológico y al escepticismo radical. Pero estas dos tesis son, a su vez, auto contradictorias. Si nada es real, tampoco el nihilismo se corresponde con nada real. Y si no podemos conocer nada, tampoco podemos conocer que nada se puede conocer, como afirma el escéptico radical.

El nihilista y el escéptico podrían aún replicar que, dado que nada es real ni cognoscible, nada es tampoco ni lógico ni contradictorio. El problema es que, para llegar a esta conclusión, han tenido que utilizar la lógica y procurar no contradecirse...

La única conclusión que cabe al nihilismo y al escepticismo es el silencio. O no. ¡Qué más da!...



¿Qué pensáis vosotros? ¿Es posible que la realidad no sea nada? ¿Será verdad que nada es verdad ni mentira?...

lunes, 3 de febrero de 2014

Todo esta cambiando (¿Eso nunca cambia?)


¡Todo está cambiando en el Universo! ¡Todo se mueve! Nadie se baña dos veces en el mismo río: de baño a baño el río ha cambiado. Pero no sólo el río: también el bañista. Y si todo está cambiando, nada ni nadie es lo mismo durante dos instantes seguidos. Decir “yo he cambiado” resulta absurdo, pues si todo esta cambiando no hay ningún “yo” invariable que sea el sujeto de ningún cambio. ¿Cómo podríamos decir "yo soy yo"? ¿De qué "yo" hablamos, del de antes o del después?...

Imaginaos que todo estuviera cambiando a la vez y a la misma velocidad (si todo fuera cambio, nada podría distinguir entre cambios más o menos veloces) ¿Notaríamos algún cambio? Si fuéramos en un tren a velocidad constante y todo el exterior se moviera a la misma velocidad: ¿habría cambio o movimiento alguno?... Parece imposible, ¿no?
Además, si en el Universo todo cambia, ¿también lo hacen las leyes que explican el cambio? ¿Y el propio cambio también cambia? ¿Cómo podría ser?...
Zenón de Elea, un viejo filósofo griego, decía que por mucho que una cosa parezca moverse, a cada instante está en algún sitio, y sólo en uno, por lo que siempre (en todo instante) “está”, y lo que siempre “está”: ¿cuándo se mueve?...
El materialista puede decir que él “ve” que las cosas cambian y se mueven. ¿Pero es esto verdad? ¿Se puede ver el movimiento y el cambio? Parodiando a Zenón, podríamos decir que a cada pequeñísimo instante en que vemos algo lo vemos estando en algún sitio, sin moverse, como si le hiciéramos una fotografía, pero ¿vemos el cambio en sí?...

En fin: parece que el cambio carece de lógica y ni siquiera puede verse. ¿Qué opinas tú con respecto a estos argumentos? ¿Estás de acuerdo o en desacuerdo, y por qué?